Hay apellidos que se funden con la historia de la tele, como si hubieran nacido con el tubo catódico bajo el brazo. Y Leonardo Simons es uno de ellos. Actor, locutor, animador, productor, showman. Un tipo que se paraba frente a las cámaras y te llenaba la pantalla. Y no solo eso: te llenaba el alma con esa sonrisa eterna, el traje con hombreras y una calidez que traspasaba el vidrio. Simons no era solo un conductor, era un ídolo de la tarde y la noche, una figura que se hizo querer sin escándalos, sin gritos ni golpes bajos.
Leonardo Simons había nacido en Buenos Aires el 1 de septiembre de 1947. Ya de adolescente animaba fiestas escolares, como quien va afilando el carisma en vivo. Se recibió de locutor a los 21, pero antes de abrirse camino frente a las cámaras, lo suyo fue el cine: debutó como actor en 1966 en la película Pimienta, con Luis Sandrini y Lolita Torres. Al año siguiente aparecía en La muchacha del cuerpo de oro y ya era Leonardo Simons a secas. El «Wowen» quedó en el pasado.
En 1968 arrancó en Canal 13 con dos ciclos: La campana de cristal y La feria de la alegría. Pero el romance verdadero fue con Canal 9. Allí se quedó casi 20 años. Primero Música en Libertad, después Sábados Continuados con Silvio Soldán y luego Domingos para la Juventud. ¡Mamita! Si esos programas hablaran, habría que sentarse con mate y bizcochitos.
En los 80s, pasó por ATC con Sábados de Todos, pero rápido volvió a su casa, Canal 9, para animar Sábados de la Bondad. Hasta que en 1985 llegó el golazo: Finalísima, que después se llamaría Finalísima del Humor. Ahí estaba todo: Luis Miguel, Sandro, Tussam, René Lavand. Era un circo de emociones, con rating que rozaba los 45 puntos. Un delirio hermoso.
Simons era un caballero de la tele. Trabajador, detallista, sin escándalos. Los furcios se los tomaba con humor y eso lo hacía querible. Tenía una imagen cuidada y una voz que acariciaba. Jamás se le conoció una pelea, un chimento, un traspié. Como quien dice: «ni una mancha en el lomo». En los 90s condujo Tate Show por Telefe y ya era un señor empresario. Tenía agencia de publicidad, producción de radio y TV. Un tipo que lo había hecho todo. Pero el show no siempre debe continuar.
Detrás del brillo, Simons arrastraba una tormenta interna. Su hermano, el juez Carlos Wowe, fue procesado por pedir coimas. Leonardo sintió que su apellido había sido manchado. Le pidió disculpas personalmente a Bernardo Neustadt, uno de los damnificados. El 15 de octubre de 1996, a sus 49 años, tomó una decisión final: se quitó la vida saltando desde el piso 13 de su oficina en Av. Córdoba al 1300. «Mi cabeza explotó y no quiero ser una carga de por vida en un manicomio», escribió en una carta a sus hijas. Fue un cimbronazo que todavía duele.
Dieciséis años después, sus hijas se contactaron con un rabino con dones de médium. Según él, Leonardo no había encontrado la luz. Les dijo que quería descansar junto a sus padres en La Tablada. Cuando exhumaron su cuerpo, estaba prácticamente intacto: las cejas, el pelo, las manos, todo. Un milagro o un mensaje. Sus restos fueron trasladados y hoy reposan junto a los suyos.

El Veredicto del Archivólogo
Leonardo Simons fue el buen tipo de la tele. El que no necesitaba escandalete para brillar. Fue el conductor sin dobleces, el que te hablaba como si te conociera. Nos dejó joven, demasiado, con una tristeza que no supimos ver. Pero su legado sigue vivo en cada programa que respeta al público, en cada conductor que prefiere el carisma a la sobreactuación. Fue, es y será: el señor televisión. Y como decía Cerati: «¡Gracias… totales!»
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