Por El Archivólogo | Agencia de Guardia
Hay momentos en que la historia no se escribe: se silba bajito. Como un bandoneón en penumbras o una copita de ginebra al borde del piano. El día que Horacio Ferrer conoció a Astor Piazzolla fue uno de esos instantes. Nadie cortó una cinta, no hubo foto para los diarios, pero ahí se empezó a gestar algo que iba a cambiar la música ciudadana para siempre.
Montevideo, 1947. Café Ateneo. Ferrer tiene 14 años y los sueños llenos de rimas. Piazzolla ya tiene orquesta propia y unos cuantos fueyes en la espalda. Se cruzan, se miran. No pasa mucho más. Pero Ferrer se queda con ese nombre pegado al alma como tango en el zapato. “Este loco es distinto”, habría pensado. Porque Horacio sabía leer entre notas.
Años después, cuando Ferrer ya no dibujaba planos en Arquitectura sino versos en el aire, fundó el Club de la Guardia Nueva para celebrar el tango que venía con olor a futuro. El dato es delicioso: en 1955, cuando se entera que Piazzolla vuelve de estudiar en París con Nadia Boulanger, lo espera en el puerto y le organiza una recepción sorpresa con 300 pibes. Como si fuese Elvis, pero con alma de arrabal. Ahí empezó la verdadera función.
Pasó el tiempo, y en 1967 llegó el encuentro que cortó la racha. Ferrer se planta en la casa de Astor sin aviso. Toca la puerta porque el timbre no anda. Piazzolla abre y le suelta: «Es de brujas, Horangel me dijo ayer que alguien que iba a cambiar mi vida iba a golpear mi puerta». Esa frase no se escribe: se escucha en re menor.
A los pocos días ya estaban tramando «María de Buenos Aires». En menos de tres meses, la parieron. Y la criatura fue rara, hermosa y lunfarda. Como toda buena hija del Río de la Plata. Luego vino «Balada para un loco», que escribieron casi sin querer. Ferrer lo miró a los ojos y le dijo: «Mandate a hacer una tarjeta que diga: ‘autor de Balada para un loco’. Te va a durar para toda la vida».
Y no se equivocó. Juntos compusieron más de 50 temas. Veinte siguen inéditos. Un tesoro que duerme en alguna caja fuerte del tiempo.
Lo que sigue es puro estremecimiento: Amancay Laborde interpretando Chiquilín de Bachín. Es un volver a escuchar esa infancia herida, esa poesía que duele. Es Piazzolla y Ferrer hablando por boca de otra voz. Una versión que corta la respiración y deja la mirada nublada. Avisados están.
El veredicto del Archivólogo
Lo de Ferrer y Piazzolla fue algo más que una dupla. Fue una sociedad entre dos locos lindos que entendieron que el tango no era un museo sino un organismo vivo. Le dieron alas sin sacarle la nostalgia. Le pusieron poesía a la rebeldía. Hicieron del lunfardo una nave espacial.
Y como decía Luca Prodan: «Mejor no hablar de ciertas cosas». Pero si hablamos, que sea con ellos de fondo.
Nos leemos, El Archivólogo
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